En
Colombia, Bogotá y Medellín van a la par con las grandes capitales del mundo y
las autoridades ambientales comienzan a lanzar tímidos llamados ante el peligro
que representa el aire que respiramos.
Algunos de los
ciudadanos que se atreven a salir a las calles llevan máscaras para intentar
protegerse de un aire que no es apto para la respiración humana. No es una
película de ficción apocalíptica, es la realidad de hoy y no es la primera vez
que pasa esto ni Pekín es la única gran urbe que enfrenta el reto de defender a
sus habitantes del aire que puede matar y está matando. Poder respirar es tal
vez el primero de todos los derechos y los seres humanos con nuestra insensatez
estamos vulnerando ese derecho para suicidarnos colectivamente de manera lenta
pero segura.
Según la Organización Mundial de la Salud,
cada año hay por lo menos siete millones de muertes prematuras asociadas a la
mala calidad del aire que se respira. A esa estadística se suman los millones
de personas afectadas por afecciones respiratorias. Dice además la OMS que el
92 % de la población mundial vive en lugares donde los niveles de calidad del
aire exceden los límites fijados como garantía mínima para vivir. Hay
protocolos, estadísticas y recomendaciones, pero las grandes ciudades con sus
miles de carros, sus industrias y esa obsesión por crecer y crecer sin parar
van caminando hacia límites que no se conocían.
El pasado 29 de diciembre, Madrid se
convirtió en la primera ciudad española en utilizar la restricción a vehículos
porque los niveles de contaminación superaron las barreras aceptables. Los
madrileños terminaron el año en medio de un particular “pico y placa”, como lo
conocemos ya en Colombia, pero que ha resultado novedad allí. También París ha
elevado sus niveles de alerta en las últimas semanas e incluso ha tenido ya
jornadas de transporte público gratuito para desincentivar el uso de los carros
y bajar así los índices de contaminación.
En estos días de
invierno cuesta trabajo ver a lo lejos la famosa Torre Eiffel. Difícil saber si
la bruma que la cubre es niebla o si lo que hoy oculta a uno de los símbolos
del mundo es, como en el caso de Pekín, una aterradora nube de contaminación.
Lo cierto es que los turistas que caminan por la ciudad sienten denso el aire y
hay epidemia de enfermedades respiratorias. La torre, que simbolizó en su
momento la llegada del progreso, oculta ahora tras una nube oscura es también
un doloroso símbolo del destino que nos espera.
América Latina no se queda atrás. Las
alertas para no enviar niños a los colegios y las restricciones vehiculares ya
son frecuentes en ciudades como México DF y Santiago de Chile. En Colombia,
Bogotá y Medellín van a la par con las grandes capitales del mundo y las
autoridades ambientales comienzan a lanzar tímidos llamados ante el peligro que
representa el aire que respiramos.
Vamos caminando en fila hacia un precipicio,
pero la humanidad se ha metido en una dinámica de la cual resulta difícil
salir. Como ocurre con todos los problemas sociales, lo más sencillo es
responsabilizar a los gobiernos por la falta de acción y decisión, lo cual es
cierto pues los líderes no han entendido la gravedad del asunto, pero no vemos
lo que cada quien aporta a la nube de polución que cubre el planeta. La
tendencia que existe hoy de medir la huella de carbono que dejan nuestras
actividades diarias puede ser una forma de hacer conciencia sobre la necesidad
de entender que si todos contaminamos, todos podemos ayudar a descontaminar.
El ciudadano puede usar menos el carro, el
empresario puede pensar en cuánto contamina el aire con su decisión de invertir
en proyectos que no son amigables con el medio ambiente. Empezar a medir la
ganancia no solo en términos de dinero, sino de calidad de vida, es un sueño,
pero si queremos futuro para la especie nos toca empezar a pensar distinto. Si
un día el aire se hace irrespirable para la mayoría de seres humanos, ¿para qué
sirve lo demás?
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