Medellín: El drama que se vive en inquilinatos del centro

Tiradas en el suelo de uno de los 168 inquilinatos de Niquitao, las dos niñas embera juegan con un triciclo en mal estado. Lo conservan de una Navidad pasada, una de las seis que su madre ha pasado aguardando en un semáforo de Medellín por la caridad ajena.
Aunque no sonríen, se les ve tranquilas. De repente entran al cuarto que habitan hace casi media década junto a sus padres y otros dos hermanos. Tienen el almuerzo servido. Comen el arroz y el huevo con sus manos. La habitación es tan reducida –2,5 por 3 metros– que parece que supieran que deben entrar por turnos.
En un colchón, a un costado del espacio, los adultos departen en su lengua. Hay tensión. La Policía y funcionarios de la Secretaría de Bienestar Social de Medellín hacen uno de los ya habituales operativos en estos hospedajes. En el nivel inferior de la antigua casona ubicada cerca al cementerio San Lorenzo hubo desalojos y cierre temporal por las condiciones infrahumanas en que vivían cinco familias embera: materia fecal, roedores, enfermedades y hacinamiento. Decidieron salir por voluntad propia y regresar a sus resguardos en el Chocó.
Los 300 embera que optaron por volver a sus tierras de origen, están cansados de las enfermedades y la mendicidad. Muchos, explotados por redes que los conminan a pedir dinero en las calles, e incluso a la prostitución y las drogas. Las autoridades les siguen la pista a los ilegales que usan a los indígenas y los hacen pernoctar en inquilinatos, en circunstancias violatorias de los derechos humanos.
Al teniente coronel Mauricio Galán, comandante de la Policía en esa zona de la comuna 10 La Candelaria, y que ha apoyado los operativos en estos hospedajes, lo que más le preocupa a la hora de buscar judicializar a los jefes de las redes que explotan a los indígenas es el nivel bajo de denuncia. Asegura que los operativos en los inquilinatos seguirán; que cumplan con las normas de sanidad o que se sellen definitivamente.
“Muchos de estos lugares no son dignos para que las personas los habiten, casas de tres pisos en las que viven 20 familias, cada una hasta con 10 personas en un cuarto de no más de 3 por 3 metros, y eso es lo que buscamos controlar desde la articulación de autoridades, para que haya herramientas y clausurar estos establecimientos”, explica el oficial.
La problemática se expande
La investigación adelantada por las autoridades sobre el surgimiento de los inquilinatos, revela que en Medellín hay 873 de estos lugares, la mayoría ubicados en el Centro (comuna 10 La Candelaria).
Atribuyen la expansión vertiginosa de los hospedajes a un proceso complejo y profundo de urbanización en la ciudad, cambios sociales y culturales a partir de la mitad del siglo XX, que rompieron la conformación tradicional de los barrios (asentamientos compuestos por unidades familiares que ocupaban cada una de las viviendas).
San Lorenzo (Niquitao), Prado Centro, Tejelo, Bolívar y San Benito, fueron los barrios en los que más se comenzó a desarrollar la práctica de dividir las viviendas para acoger a innumerables familias, lo que más tarde se denominaría inquilinatos.
Y aunque es común encontrar en las zonas donde hay más hospedajes fenómenos de consumo de drogas y prostitución, coinciden autoridades y académicos en que esos lugares, a lo largo de los años, se han convertido en alternativa para solucionar el problema de carencia de vivienda para muchas personas.
Jorge Barrera, es propietario de un inquilinato en el sector Barbacoas. Cuenta que allí, en ese lugar, viven ancianos sin familia o empleados que no tienen una vivienda y llegan a Medellín del Eje Cafetero, por ejemplo.
“Tenemos a una señora que vive con su hija de unos 9 años. Ella tiene una chaza en la que vende mecato y cigarrillos”, indica.
Precario marco legislativo
EL COLOMBIANO conoció que las leyes sobre los inquilinatos son casi inexistentes y la operación de estos lugares es regulada normativamente de acuerdo con los servicios públicos domiciliarios y el mínimo vital.
En ese sentido, el decreto 302 de 2000, reglamenta la Ley 142 de 1994 y define inquilinato como “una edificación ubicada en los estratos bajo-bajo (I), bajo (II), medio-bajo (II) con una entrada común desde la calle, adaptada o transformada para alojar varios hogares que comparten servicios”.
Por su parte, en el contexto departamental, los inquilinatos están contemplados en la ordenanza 018 o Código de Convivencia Ciudadana para Antioquia, que en su artículo 239 establece que “el funcionamiento de hoteles, moteles, hospedajes, pensiones, residencias y similares no reglamentados por la Corporación Nacional de Turismo, se regirá por las disposiciones del presente código, para los establecimientos abiertos al público además del cumplimiento de los requisitos de Ley”.
Por su parte, el Municipio afirma que su Unidad de Niñez trabaja en este asunto desde el año 2010, “acompañando a las familias, niños, niñas y adolescentes que allí residen, desde una apuesta psicosocial y pedagógica”.
Actualmente la Administración Municipal realiza intervención psicosocial en 78 inquilinatos del Centro, unas 1.226 habitaciones en las que revelan hallazgos como que en esos espacios se cocina, juega, come, duerme y hay intimidad de pareja sin privacidad y muchas veces en presencia de menores.
Mano dura
Luis Bernardo Vélez, secretario de Inclusión Social de Medellín, asegura que quienes más sufren los atropellos en los inquilinatos son las familias indígenas que llegan a la ciudad traídas por redes de explotación.
“Nunca he visto unas condiciones más indignas para los seres humanos que las que tienen los inquilinatos de este sector de Niquitao y otros en la ciudad en los que viven en una pieza pequeña 10 y hasta 15 personas en condiciones tristes. Muchos de ellos los tenemos en centros de salud de la ciudad, que llegan con tuberculosis y desnutrición. Hemos hecho un trabajo con Seguridad, Policía Fiscalía y Salud para que estos lugares sean cerrados en pocas horas”, asevera Vélez.
María Victoria Osorio administra uno de los inquilinatos que alberga indígenas, que está en proceso de revisión y contempla un eventual cierre por las condiciones deplorables en las que se vive allí.
Asegura que los embera incumplen normas de aseo y se han convertido en un problema para los propietarios de la residencia y otros huéspedes.
“Son desaseados, dañan las cosas y no les gusta dormir en camas. Por eso devuelven las camas y prefieren tirar cobijas en el piso”, apunta. Añade que los indígenas se hacinan por voluntad propia, para no dividir su núcleo familiar.
Las dos pequeñas embera, que desconocen las tierras de donde llegaron sus padres, porque nacieron en Medellín, no se amedrentan con la presencia de policías, personal oficial de salud, sicólogos y abogados en la residencia que habitan. Juegan. Mientras tanto, a su lado, los quejidos de una anciana indígena moribunda no cesan. La atienden los paramédicos por una enfermedad respiratoria ante la mirada desprevenida de las niñas.
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